El cerebro moral.
Lo que la neurociencia nos cuenta sobre la moralidad.
Patricia S. Churchland1
Patricia S. Churchland (1943), es una filosofa canadiense
norteamericana. Graduada con honores por la Universidad
British-Columbia, cursó también estudios en la Universidad de
Pittsburgh así como en la Universidad de Oxford. Fue profesora de
filosofía en la Universidad de Manitoba y del Salk Institute for
Biological Studies, siendo actualmente profesora emérita del
departamento de filosofía de la Universidad de San Diego. Es miembro
de la American Academy of Arts and Science.
Sus intereses la han llevado a estudiar la relación entre la
filosofía y la neurociencia (en la llamada neurofilosofía),
sosteniendo un reduccionismo de la filosofía moral y la conciencia
al materialismo del cerebro. Churchland defiende que entender
como funciona el cerebro es esencial para entender la mente,
la conciencia, el libre albedrío, la toma de decisiones, la ética y
la moralidad, el aprendizaje, la religión, etc., en definitiva, el
comportamiento humano.
En este trabajo, Churchland indaga sobre qué nos dice la
neurociencia respecto a la moral. No hay duda que los seres humanos
somos seres sociables por naturaleza, la cuestión es averiguar por
qué lo somos y qué mecanismos biológicos nos permiten serlo, ya
que, si somos algo, ese algo debe indiscutiblemente estar establecido
en nuestra capacidad ontogenética. Si bien a lo largo de los siglos
la filosofía moral ha tendido a establecer la conducta moral
fundamentandola en la razón y la cultura, no hay duda que nada
podríamos hacer o ser si nuestra ontología como seres vivos no nos
lo permitiera. La forma de sociabilidad de los humanos tiene mucho
que ver en la forma en que los mamíferos son sociales, y de ello se
deriva que cabe una búsqueda evolutiva de los mecanismos biológicos
que la hacen posible, que hacen que las conductas de sociabilidad
fueran seleccionadas. De hecho, los circuitos del cerebro son quienes
organizan esa sociabilidad, o al menos la permiten. Entender la
evolución de la sociabilidad de los mamíferos, de los que sin lugar
a dudas formamos parte, nos conduce —según
Churchland—
a entender como surge la moralidad humana.
No obstante, Churchland es cauta, acepta de entrada que establecer
los preceptos morales que postulan lo que debería ser desde los
hechos naturales, que son aquello que es y que son los que la ciencia
puede desentrañar, comporta una enorme dificultad y puede dar lugar
a acusaciones de «cientismo» con pretensiones de explicar aquello
que no puede. Ello, sin embargo, no es óbice para intentar encontrar
algo tangible, algo que alumbre la moralidad con algo más que una
simple exposición de opiniones filosóficas trascendentes, más o
menos razonables, y que la conecte con aquello que conforma nuestra
naturaleza humana. La cuestión es: ¿Dónde está el origen de
nuestros valores? ¿Por qué tenemos unos valores y no otros?
Churchland defiende que la neurociencia, la biología evolutiva y la
psicología experimental aunadas permiten dar luz al marco filosófico
que rige nuestra naturaleza social. Por tanto, no encara la cuestión
desde la cultura, a la que no niega importancia, sino que se ocupa de
la problemática desde el punto de vista neuronal y biológico. Su
hipótesis principal es que la moralidad se origina en la biología
del apego.
Aquello que somos lo somos desde nuestra naturaleza, no cabe ahí —o
no hace falta—
ni transcendencia sobrenatural ni exaltaciones de la razón
como explicación de eso que somos. Entre eso que somos están los
valores éticos con los que regimos nuestra conducta, y todos ellos
se sostienen por el funcionamiento de redes neurales y su
interrelación. Las normas morales a qué esos valores dan lugar, sin
lugar a dudas nada simples como resultado de la complejidad de las
relaciones humanas, no pueden dejar de estar cimentadas en aquello
que nuestro cerebro acepta o determina como correcto, los seres
humanos partimos desde el inicio con un equipamiento neural, fruto de
la evolución de los mamíferos, que posibilita la sociabilidad, del
cual se deriva una «necesidad» de moralidad.
Para demostrar sus postulados, Churchland analiza qué ocurre en el
cerebro, cual es el mecanismo neuroendocrinológico que hace posible
nuestra conducta. Ésta no se sostiene en la nada, sino que necesita
un sustento fisiológico que la haga posible. No hay duda que
determinadas hormonas —en
especial, la oxitocina, la vasopresina y
la dopamina—
cumplen una función evidente en las sensaciones de dolor y/o
placer, y esas sensaciones tienen un correlato directo con aquello
que nos parece bueno o malo. Los cambios evolutivos del cerebro y de
las hormonas que produce y lo afectan han favorecido la aparición y
fijación de rasgos que encaminan al individuo hacia el cuidado no
solo de sí mismo —algo
absolutamente necesario para el sostenimiento de la propia vida—,
sino también de los demás.
Parte fundamental de sus pesquisas se derivan de los estudios en
humanos y otros mamíferos a la hora de colaborar, negociar o
competir por determinado recursos y en donde aparecen sin solución
emociones que nos conectan con conductas muy determinadas tales como
la confianza, la agresividad, los deseos de colaboración, la ira, el
rechazo, etc. Si bien cabe ser cautos a la hora de establecer
determinantes específicos de la conducta y las condiciones
homeostáticas del cerebro —al
cabo, ya se ha dicho, la conducta no deja de ser algo sumamente
complejo—,
no hay duda que el correlato existe.
Churchland se muestra muy cauta también a la hora de aceptar
términos como innato o universal en el desarrollo de la conducta
moral. No defiende en absoluto la existencia de un gen moral, del
mismo modo que no hay un gen de la escritura, o un gen que nos empuje
a construir barcos de madera. Las presiones que se derivan del
entorno, del aprendizaje o de la reflexión son evidentemente
importantísimas en el desarrollo de la conducta. Sin embargo, nada
de todo ello puede tener lugar sin un circuito neuronal que lo haga
posible, que (pre) disponga a los individuos a determinado
comportamiento.
Una de las características fundamentales de los seres humanos es el
enorme desarrollo del cerebro, especialmente de la corteza prefrontal
(CPF), no solo de mayor tamaño que el de otros mamíferos —algo
relativamente importante—,
sino especialmente con una mayor densidad neuronal, la cual se
considera sede de la inteligencia. Sin embargo —acepta
Churchland—,
hay que señalar que las conclusiones de los estudios que relacionan
la CPF con la conducta no dejan de ser sumamente especulativas y
merecen toda la cautela posible. El conocimiento neurobiológico
dista aún de satisfacer las preguntas que aquella suscita. No
obstante, los resultados de las investigaciones con las neuronas
espejo, su relación con la conducta social y la aparición de la
conciencia, profundamente imitativas, son, a pesar de sus
limitaciones, estimulantes en el sentido de establecer un marco
sistemático de acercamiento. Las neuronas espejo y la empatía
parecen tener un correlato incuestionable.
Aceptando las limitaciones de la neurobiología, Churchland se
propone establecer, al menos, que los procesos valorativos, las
normas y reglas morales que seguimos y nos parecen acertadas, a las
cuales solemos dotar —valga
la redundancia— de
valor en base a razones o a alguna «metaley» más profunda que las
supera, tienen la necesidad de armonizarse con aquello que sentimos,
nuestras emociones y nuestras pasiones, las cuales sí son totalmente
dependientes de la actividad fisiológica del cerebro. Nuestra
autora hace un somero repaso de los problemas que a lo largo de la
historia distintos filósofos —Aristóteles,
Hume, Kant, Bentham,
Mill, Rawls, Singer,
Moore, etc.—
han encontrado cuando han tratado de establecer un criterio de norma
moral válido
y unívoco,
esto es, una
«regla de oro» o un imperativo categórico, que funcione siempre y
en toda ocasión, y que nos sirvan de guía en nuestro actuar. Antes
bien —sugiere—
las acciones son previas a las normas. Hay
un actuar que nos parece pertinente y posteriormente
intentamos establecer discursivamente,
dilucidar, una norma moral que lo
haga encajar. El dominio
normativo no es, pues, autónomo. Nuestras percepciones —nos
dice—
están impregnadas de valor. Aquello
que nos parece bien está preñado de valor intrínseco, nos lo
parece (bueno) porque
lo es, no porque se nos
dice que lo es.
Como
se ha señalado, hay un hiato entre lo que debería ser y lo que es,
Churchland defiende que el avance científico y naturalista nos ha
permitido, y más nos
permitirá en
tanto en cuanto lo ensanchemos,
establecer lo que debería ser gracias al conocimiento de lo que es,
como por ejemplo en el campo de la salud.
No hay duda que la propuesta de Churchland es sumamente interesante,
debe haber de alguna manera un sustento fisiológico o natural a
nuestro comportamiento. Nada viene de la nada, ha de haber, por
tanto, un fundamento material que sirva de sostén a nuestra
naturaleza en tanto que seres humanos. Que la naturaleza es moral es
algo que han defendido otros autores, como Frans de Waal (2013),
quien ha dedicado esfuerzos a entender este mismo problema desde la
primatología y el estudio de la fijación de rasgos evolutivos que
nos conducen a la cooperación y la empatía. La biología evolutiva
demuestra ser un lugar sólido desde el que comprender múltiples
procesos de la vida y la naturaleza humanas y/o animales.
Quizá se podría reprochar un exceso de confianza en hallar
explicaciones en base a ese reduccionismo biológico. Tal como señaló
S. J. Gould (1979), los reduccionismos evolutivos, si no siempre al
menos sí muy a menudo, parecen consistir en el arte de narrar
cuentos («telling stories»). Es verdad que Churchland se muestra
cauta y acepta reiteradamente que el conocimiento del funcionamiento
neurocerebral es aún muy limitado y que, por tanto, sacar
determinadas conclusiones es, con seguridad, demasiado osado.
Uno de los problemas del reduccionismo moral es que, si todo acto
humano está determinado por una causa natural o fisiológica, el
libre albedrío —entendido
tradicionalmente por la filosofía como acto sin causa—
desaparece, con lo cual, la moralidad en tanto que responsabilidad
también, ya que uno no puede ser responsable de aquello determinado
de antemano, que no puede ser de otro modo. O bien, como Churchland
defiende en otro lugar (2006), debemos modificar qué entendemos por
responsabilidad moral. Las elecciones que hacemos —nos
dice— las hacemos con
el cerebro, y éste opera causalmente. por tanto no hay, no puede
haber, elección incausada, elección que opere en un vacío. En todo
caso —añade—,
lo que podemos hacer es un acto de autocontrol de aquello que
está determinado. Me temo que con eso solo esquiva el problema pero
no lo resuelve, ya que el autocontrol surge de nuevo en ese cerebro.
Por otro lado, lo bueno y lo malo no están, al menos no siempre,
asociados al placer o al dolor.
No podemos ir contra nuestra naturaleza, estamos condicionados por
ella, pero ¿implica eso que nos determine? Mario Bunge (1985)
defiende, como Churchland o de Waal, que la explicación de aquello
que somos no necesita de ninguna sustancia enigmática o
trascendente, y que la neurofisiología es absolutamente necesaria
para comprender al ser humano, pero insuficiente para dar cuenta de
estados psicológicos que serían resultado de una emergencia —de
carácter indiscutiblemente materialista—
en donde intervienen distintos niveles de la realidad, biológico y
social. El aprendizaje, además, es algo tan sumamente abierto que
distancia necesariamente la conducta de la biología.
En cualquier caso, debemos reconocer que para entender la mente
humana es fundamental entender el cerebro, de lo que se deduce —tal
como señala nuestra autora—
que lo importante es seguir investigando, la única forma de
dar luz a las múltiples incógnitas que los correlatos entre la
mente y el cerebro generan.
Bibliografía:
Bunge,
Mario (1985). El problema mente-cerebro. Un enfoque psicológico.
Tecnos. Madrid 2011.
Churchland,
Patricia S. (2006). «The big questions: Do we have free will?» New
Scientist magazine,
nº
2578 Pág. 42-45. 18
noviembre de 2006. Recuperado 15 abril de 2016 en:
Churchland,
Patricia S. (2011).
El
cerebro moral. Lo que la neurociencia nos cuenta sobre la moralidad.
Paidós. Barcelona 2012.
Gould,
Stephen J.; Lewontin, Richard C. (1979). «The Spandrels of San Marco
and the panglossian paradigm: a critique of the adaptationist
program».
Proceedings
of the Royal Society of London. Series
b, vol. 205, nº. 1161, pág. 581-598.
Waal,
Frans de (2013).
El bonobo y los diez mandamientos. En busca de la ética entre los
primates.
Tusquets. Barcelona 2014.
1Patricia
S. Churchland (2011). El cerebro moral. Lo que la neurociencia
nos cuenta sobre la moralidad. Paidós. Barcelona 2012.